La monarquía española, un vestigio anacrónico, sigue burlándose de los principios democráticos que dicen sustentar nuestro Estado. Es hora de desenmascarar esta farsa y exigir un cambio radical.

El reciente discurso del rey en la Asamblea General de la ONU sobre Israel no es solo un titular pasajero: es una prueba más de la ilegitimidad de una institución que se atreve a moldear la política exterior de España, pisoteando la soberanía popular. Felipe VI, con su tono calculado, habló de “actos aberrantes” que “repugnan a la conciencia humana”, pero evitó cuidadosamente la palabra “genocidio”. ¿Casualidad? No. Según fuentes cercanas al Gobierno, citadas por El País, el discurso fue una negociación entre La Zarzuela y el Ejecutivo, donde la Corona impuso su criterio, ignorando la postura más contundente del Gobierno de Sánchez, que sí abogaba por usar el término “genocidio”. ¿Quién decidió? Un rey no electo, irresponsable e inviolable. Esto no es una monarquía parlamentaria: es una monarquía constitucional decimonónica, donde el rey se arroga un poder que no le pertenece.
No nos engañemos: el rey no está para representar al pueblo, sino para perpetuar un sistema de privilegios que choca frontalmente con la democracia. Su discurso, diseñado para contentar a la derecha, apaciguar a la ultraderecha y no disgustar del todo al Gobierno, revela una maniobra cínica: un jefe de Estado sin legitimidad democrática se permite negociar la postura de España en un foro global como la ONU. ¿Dónde queda el artículo 97 de la Constitución, que otorga al Gobierno la dirección de la política exterior? ¿Cómo es posible que un monarca, cuya función debería ser meramente simbólica, tenga el descaro de imponer su visión política sobre la del Ejecutivo electo?
La respuesta es clara: la monarquía española no es un adorno inofensivo, sino un pilar de un Estado que no es plenamente democrático. La Constitución, con su ambigüedad calculada, otorga al rey atribuciones que, mal interpretadas, lo convierten en un actor político con poder real. El artículo 56.1, que lo nombra como “la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales”, es un cheque en blanco que La Zarzuela usa para entrometerse en asuntos que solo competen al pueblo y a sus representantes electos. Incluso hay constitucionalistas que hablan de un supuesto “refrendo tácito” para justificar esta aberración, como si la presencia del presidente del Gobierno pudiera blanquear la intromisión monárquica.
Esto es intolerable. Si el rey negocia e impone su criterio, no estamos ante una monarquía parlamentaria, sino ante un sistema híbrido donde el principio monárquico se alza por encima del principio democrático. Los poderes públicos, según la Constitución, deben emanar del pueblo, no de un trono heredado. Cada vez que Felipe VI actúa como algo más que un símbolo, está usurpando la voluntad popular y perpetuando un sistema antidemocrático.
Es hora de decir basta. No podemos seguir tolerando que una institución obsoleta, sostenida por privilegios de casta, condicione el rumbo de un país que aspira a ser democrático. El legislador debe actuar con urgencia para desmantelar las atribuciones políticas de la monarquía y relegarla, si acaso, a un papel estrictamente ceremonial, subordinado en todo momento al Gobierno. Pero, más allá de eso, debemos preguntarnos: ¿por qué seguir soportando una monarquía que no representa al pueblo? La solución no es reformar, sino abolir. Exijamos un referéndum vinculante sobre la forma de Estado, o mejor aún, un proceso constituyente. La soberanía pertenece al pueblo, no a un rey. ¡Por una España republicana, democrática y libre!







